Jimmy Swaggart: auge y caída del Azote de Dios / por E.J. Rodríguez

Publicado en 11 Abril 2014

Publicado el 11 de Abril de 2014

 

jimmy swaggart

 

Hola amados lectores del Blog Contralobos, es un gusto poder compartir con ustedes un artículo demasiado importante para la historia cristiana contemporanea, el cuál aborda en forma detallada la biografía de Jimmy Swaggart, su auge y su caída.

 

Es importante e interesante poder informarse de esta triste marca y escándalo que tiene la iglesia evangélica a modo de lección y aprendizaje, de hecho la historia debe servirnos para eso, para enseñarnos a NO cometer los mismos errores del pasado.

 

También nos hace ver que aunque creamos que estamos firmes, la Biblia nos enseña a mirar que no caigamos, no vaya a ser que en nuestro orgullo creamos ser los super espirituales, los super ungidos, los super iluminados, los dueños de la verdad, eso fue lo que le pasó a este hombre, que luego de alcanzar la cima de la fama y ser uno de los telepredicadores más reconocidos de la iglesia moderna, su credibilidad se fue al suelo por cometer graves pecados y vivir una doble vida. Dios tenga misericordia de todos nosotros y nos ayude a caminar en santidad y no poner la mira en los hombres sino en Jesucristo, el Señor, el dueño de nuestras vidas.

 

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Jimmy Swaggart: auge y caída del Azote de Dios

Publicado por E.J. Rodríguez

 

Fuente: http://www.jotdown.es/2013/03/jimmy-swaggart-auge-y-caida-del-azote-de-dios/


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“Creo que lo que le sucede a esta clase de persona es que empieza a pensar: ‘no podría haber llegado tan lejos si no fuese por Dios’. Después dice: ‘Bueno, si he tenido esta idea de construir un colegio y una misión, debe de haber sido una idea inspirada por Dios’. Lo siguiente es que empieza a afirmar: ‘Dios me ha dicho esto, Dios me ha dicho lo otro’. Y el siguiente paso es decir: ‘Bueno, creo que lo que Dios pretendía decir es que…’” (William Martin, sociólogo)

“El mayor problema de América es el pecado” (Jimmy Swaggart)


21 de febrero de 1988: los estadounidenses, ávidos de morbo, se sentaban atónitos ante las pantallas de televisión y asistían al desmoronamiento de una de la mayores figuras mediáticas de la nación, un hombre que había construido un imperio económico e ideológico en torno a Dios. En vivo y en directo, sollozando ante sus seguidores, la mayor figura religiosa del país y el principal guardián de la moral cristiana en los EE. UU. había tenido que enfrentarse a un sonoro escándalo sexual. Ahora respondía reconociendo sus culpas ante las cámaras. Las impactantes imágenes dejaron estupefactos a los televidentes y dieron la vuelta al mundo; también en España pudimos contemplar el indescriptible momento abriendo los noticiarios. El principal líder religioso de los Estados Unidos, la superestrella evangélica que reinaba en lo más álgido de la edad de oro de los telepredicadores, se confesaba en directo ante la nación: “He pecado contra ti, Señor”.

Sus poco convincentes lágrimas no sirvieron para salvaguardar su emporio mediático. Se había dejado seducir por los placeres de la carne y pidió perdón, pero no fue perdonado. No podía esperarse un dictamen demasiado benévolo para un hombre que llevaba años juzgando la moral de los demás con extrema dureza desde un púlpito de supuestamente impoluta santurronería. Ahora que confesaba haber sucumbido a la lujuria de la manera más barata y premeditada, sus millones de seguidores le dieron la espalda y su reinado terminó abruptamente. Aunque hoy en día siguen apareciendo evangelistas televisivos en los EE. UU. y todavía cuentan con una amplia base de seguidores, ya no existe una figura que atesore la notoriedad e influencia de aquelJimmy Swaggart. Durante los años ochenta, Swaggart era algo más que un simple telepredicador: muchos creían ciegamente en él mientras que el resto se limitaba a tolerar como podía la tremenda relevancia social del personaje… pero nadie podía ignorarle, porque de un modo u otro, Jimmy Swaggart estaba en todas partes.

“Los medios de comunicación están gobernados por Satán. Me pregunto si muchos cristianos son conscientes de ello”.

Lo decía un hombre que había construido su imperio gracias a la radio y la televisión. Pero, por descontado, sus propios juicios no se le aplicaban a él mismo. Porque él era el juez supremo, la voz de Dios sobre la Tierra; él dictaba lo que estaba bien y lo que estaba mal. Alertaba sobre la conjura diabólica que pretendía apoderarse del país, que manejaba los hilos de las televisiones y periódicos, de la política, de la sociedad. Sus enemigos eran los ateos, los impíos, los homosexuales. Defendía la familia tradicional como la única forma de vida aceptable y promulgaba unos rígidos valores basados en un puritanismo a ultranza. Solamente había una verdad, solamente existía una filosofía concebible: aquella que se basaba en el Evangelio. Y estaba siendo atacada por los pecaminosos progresistas y mal defendida por los blandos conservadores. No había nadie fiable en el mundo… excepto él. Toda la nación estaba infectada por la impiedad y únicamente él podía conducir al rebaño por el camino de la salvación. Para sus seguidores, él era puro e inmaculado, un verdadero defensor del mensaje de Cristo. Y él mismo no necesitaba ser modesto al respecto: ya que de él dependía la salvación de tantas almas descarriadas, no tenía por qué disimularlo: “si no aparezco en el púlpito este fin de semana, millones de personas podrían ir al infierno”.  Dios hablaba a través de Jimmy Swaggart.

Sus programas de televisión llegaron a emitirse a través de una extensa red de más de doscientas emisoras. Y no únicamente encontraba un amplio público en su país natal, sino que en el resto del continente americano —donde el protestantismo estaba creciendo a pasos agigantados como efecto de la influencia estadounidense— adquirió también un estatus de auténtica superestrella. Viajaba por países latinoamericanos y realizaba multitudinarios encuentros en los que, literalmente, llenaba estadios de fútbol, pronunciando sus sermones ante decenas de miles de atentos creyentes mientras alguien iba traduciendo sus palabras del inglés al español. En su país, los Estados Unidos, millones de personas lo seguían por la pequeña pantalla y muchos miles se apuntaban a su escuela evangélica y otras actividades relacionadas con su congregación. En la cúspide de su reinado Jimmy Swaggart ingresaba la friolera de ciento cincuenta millones de dólares al año mediante contribuciones voluntarias o pagos de cuotas de sus fieles; ello sumado a lo que  ganaba gracias a la venta de sus discos y de sus libros.

“La teoría de la evolución es una teoría satánica que solamente pueden aceptar los ateos”.

¿Cómo consiguió llegar tan arriba? ¿Cómo se convirtió Jimmy Swaggart en el emperador evangélico de América? Lo cierto es que el cielo le había bendecido con auténtica madera de estrella: lo llevaba en los genes, por más que Swaggart tuviese su propio concepto de la genética y considerase la teoría de la evolución como una “filosofía no científica en la que solamente una sociedad corrupta podría llegar a creer”. El estrellato estaba en su ADN y como veremos era algo que le venía de familia.

 

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Jimmy Lee Swaggart en sus tiempos de adolescente rebelde aficionado a la “música de negros”.

Aunque su biografía oficial lo pintaba con colores de santidad ya en su niñez, lo cierto es que no fue un profeta iluminado desde la misma infancia como él a veces pretendía. Jimmy Lee Swaggart nació en Louisiana en 1935, en el seno de una familia ultrarreligiosa de la región del Bible Belt, el “cinturón de la Biblia” estadounidense. Sus progenitores eran devotos seguidores de una congregación cristiana llamada las Asambleas de Dios y de hecho su padre tenía un activo papel en la prédica. Swaggart creció entre oraciones y música gospel, pero su verdadero primer amor no fue la religión sino la música pagana, más concretamente el rhythm & blues. Acompañado por su habitual compañero de correrías —su primo hermano Jerry— solía deambular por los clubes de blues, generalmente frecuentados exclusivamente por negros, para escuchar en directo aquel pecaminoso sonido. Los primos Jimmy y Jerry habían recibido una esmerada educación puritana pero se rebelaron cuando el rhythm & blues se les metió en la sangre. Además, tenían en común el talento musical: ambos aprendieron a tocar el piano con bastante soltura, aunque Jimmy siempre tuvo que admitir que su primo le superaba con mucho porque Jerry solía ganar todos los concursos de pianistas de los alrededores, hasta el punto de que sus padres hipotecaron su granja para poder comprarle un piano propio. Su talentoso primo Jerry no se limitaba a la música cristiana y pronto comenzó a destacar interpretando aquel rhythm & blues pecaminoso que había aprendido en los tugurios, enseñando de paso a sus primos más cercanos. Jimmy Swaggart no podía por menos que admirarle y aprender de él cómo tocar aquella música al teclado. Algo comprensible si tenemos en cuenta que su inseparable primo era un tal Jerry Lee Lewis. Sí, dos de las futuras grandes estrellas del país se criaron juntos, escuchando blues a escondidas de sus familias. Es más, otro primo hermano que también solía tocar con ellos y que también aprendía trucos de Jerry Lee, Mickey Gilley, se convertiría con los años en una gran figura del country. Mucho talento en una misma familia… probablemente demasiado.

De los tres primos, el alocado Jerry era el más rebelde: sus andanzas callejeras y un desordenado estilo de vida pronto empezaron a meterlo en apuros. Jimmy Swaggart siguió los pasos de su insensato pariente y compinche durante una temporada, pero no tardó en entender que aquella existencia problemática no era para él. El caos constante en que vivía Jerry Lee terminó asustando a Jimmy, quien de repente sintió la llamada. Los caminos de ambos primos comenzaron a divergir: Jerry Lee era prácticamente un delincuente juvenil hasta que consiguió un contrato discográfico y se transformó en un icono nacional (después pasaría años debatiéndose entre su trasfondo cristiano, incluyendo la creencia de estar tocando una música inspirada por Satán, y las tentaciones terrenales a las que apenas podía resistirse). Jimmy Swaggart contemplaba los encontronazos de su primo con la ley y la manera en que le resultaba imposible adaptarse a cualquier concepto de vida convencional, y decidió que tenía que apartarse de aquella senda de pecado. Se volcó de lleno en la religión y llegó incluso a rechazar una oferta de la discográfica Sun Records, que quiso ficharlo en la misma época en que Jerry Lee estaba empezando a darse a conocer. Swaggart no quiso sumarse al carro de la explosión comercial del rock & roll y se dedicó a interpretar gospel a mayor gloria del Señor. Por aquel entonces únicamente conseguía unos veinte dólares a la semana tocando música cristiana, mientras que Jerry Lee, la oveja descarriada de la familia, ya estaba ganando veinte mil semanales. Esto es, mil veces más dinero que él. Pero Jimmy no quería seguir los pecaminosos pasos de su primo ni siquiera por toda esa cantidad.

Claro que había otras formas de ganar dinero en el Bible Belt: en el sudeste de los EE. UU. estaba muy extendido un evangelismo ultraconservador bastante propenso a producir figuras mesiánicas. Mientras Jerry Lee Lewis se hacía famoso interpretando canciones “diabólicas” como su Great balls of fire o viejos temas blues que habían aprendido juntos, Jimmy Swaggart se sentaba al piano para grabar su música religiosa, confiado en haber tomado la senda indicada. Sus caminos se habían separado, pero además de la habilidad para la música tenían más rasgos en común. Como Jerry Lee, también Jimmy era carismático y sabía cómo dirigirse a un público desde el escenario. Poseía una muy marcada personalidad y mucha facilidad de palabra, así que no tardó en levantarse del piano para empezar a dar sermones como había hecho su padre. Y descubrió que se le daba bien. Era un tipo convincente. Tenía una gran presencia: alto, fornido, de sonrisa confiada y actitud asertiva: como un Tony Soprano de los predicadores que utilizase su aura de sólida autoconfianza para transmitir sus mensajes y ofrecer seguridad a sus oyentes. Fuera del púlpito era cercano, amistoso, campechano y de risa sonora y franca. Alguien que podía inspirar confianza.

 

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El trío de primos más célebre y estrambótico de América: Mickey Gilley, Jimmy Swaggart y Jerry Lee Lewis. Crecieron juntos; los tres se hicieron famosos por caminos diferentes.

Durante los años sesenta, las canciones religiosas de Jimmy Swaggart empezaron a hacerse muy populares en las emisoras de radio de la región. En 1962 publicó un disco de gospel titulado God took away my yesterdays, que cosechó un más que notable éxito. Animado por las ventas de ese trabajo, siguió grabando incansablemente. Un álbum al año como mínimo: la mayoría se vendían considerablemente bien, incluyendo algún que otro “superventas”. Paradójicamente, su primo Jerry Lee Lewis estaba atravesando momentos profesionales bajos y no dejaba de cuestionarse su pecaminoso estilo de vida así como la naturaleza supuestamente diabólica de la música que interpretaba. Aunque Jimmy Swaggart nunca dejó de mostrar públicamente afecto hacia su primo, tenía la sensación de haber acertado con su elección: Dios antes que el pecado. Y Dios lo estaba recompensando por ello. La música de Jerry Lee Lewis era diabólica, ambos lo sabían, y estaba siendo castigado por ello. Lo curioso era que el estilo al piano de Jimmy Swaggart, como el de Mickey Gilles, en ocasiones recordaba muy mucho al de su primo Jerry Lee.

Gracias a las suculentas ventas de sus discos de gospel, Swaggart se construyó un cuartel general en Baton Rouge, cerca de Nueva Orleans. Comenzó a emitir un programa de radio desde el que seguir propagando el mensaje de Cristo. Durante los años setenta fue incrementándose su cantidad de seguidores hasta el punto de llegar a convertirse en la principal figura de las Asambleas de Dios, una organización que crecía como la espuma gracias a su contribución (aunque contaba también con otros pastores de renombre que rivalizaban con Swaggart y de los que hablaremos más adelante). Empezó a ganar mucho, mucho dinero. Finalmente, su fama empezó a crecer exponencialmente el día en que decidió aparecer por televisión.

“La educación sexual en nuestras aulas está promoviendo el incesto”.

Pese a su creciente popularidad, Jimmy Swaggart no suavizó su estilo. Otros evangelistas que habían encontrado un filón monetario en la música o en la televisión se habían convertido en personajes del show business más convencional. Algunos incluso terminaban mudándose a Nashville para asegurar su posición en la floreciente industria discográfica sureña. Otros,  sabiendo que ahora llegaban a mucho más público, pulían sus aristas para convertirse en predicadores mainstream. Nada de todo aquello iba con Jimmy Swaggart. Sí, él seguía grabando sus discos e incluso tocando el piano y cantando en directo, pero sus apariciones públicas poco tenían de entretenimiento al uso: eran concentraciones religiosas al más puro estilo Bible Belt y la música resultaba secundaria frente a su sentida oratoria. Es más, el mensaje de Swaggart no se ablandó conforme aumentaba su fama, más bien al contrario. Cuando comenzó a reunir una enorme audiencia televisiva, sus posturas fundamentalistas se extremaron. Aquello marcaba la diferencia con muchos de sus competidores, que solían seguir el camino contrario de suavizar su estilo para contentar a las masas: Swaggart iba más lejos que ellos, no tenía miedo y no medía sus palabras ni aun sabiendo que millones de telespectadores lo estaban contemplando en directo. Durante los años ochenta, su estilo duro y directo lo convirtió en una celebridad nacional. La misma seguridad en sí mismo con la que había triunfado en los púlpitos y en la radio le sirvió para conquistar la televisión. Aparecía completamente convencido de que era infalible, de que Dios hablaba usándolo directamente a él como su herramienta predilecta de evangelización. Swaggart diagnosticaba y juzgaba; después se ofrecía a sí mismo como la solución. La sociedad estaba corrompida y él venía a salvarla. A menudo expresaba aquel puritanismo ultraconservador mediante frases de mal disimulada agresividad, en las que atacaba a los ateos, los descreídos, los pecadores y los homosexuales. Se convirtió en uno de los mensajeros divinos más famosos del mundo, superado únicamente por figuras como el Papa, el Dalai Lama o el Ayatolá Jomeini. Swaggart, desde luego, no era un líder religioso al uso, pero eso no le impedía contar con millones de seguidores y tener una enorme influencia sobre las vidas de muchas personas. Ofrecía un sistema de valores claro, rotundo y, por lo tanto, reconfortante para quienes buscaban una respuesta fácil.

 

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El dedo acusador de Jimmy Swaggart señalaba los males del mundo: ateísmo, pecado, lujuria, homosexualidad.

Convertido en el emblema de los sectores más fanatizados del evangelismo estadounidense, incluso los políticos tenían que mirar de reojo hacia Jimmy Swaggart, aunque fuese a disgusto. Eso sí, él nunca se involucraba abiertamente en política (al contrario de lo que hacían otros telepredicadores, generalmente mostrando sus simpatías hacia el Partido Republicano). Swaggart no quiso hacerlo, no se casaba con nadie ideológicamente hablando y aquello le confería un aura extra de autenticidad. Si bien sus ideales conservadores resultaban más que evidentes, especialmente en lo tocante a la moral, consideraba a todos los políticos en bloque (incluso a los de la derecha) como pecadores y corruptos. Aquello encantaba a sus acólitos: Swaggart no caía en la tentación de hacerle guiños al poder político, ¡todo lo contrario! Aunque el país estaba viviendo una ola generalizada de conservadurismo patriotero —personificado en la figura de Ronald Reagan— que borró de un plumazo la mentalidad más progresista de los años setenta, Jimmy Swaggart no se subió al carro del republicanismo militante como hicieron otros pastores. Se movía en otro nivel, más espiritual, más elevado. Estaba por encima de la política, lo cual fue uno de sus grandes aciertos. Su prestigio entre la población más retrógrada del país era enorme, y lo que él sancionaba o criticaba no dejaba de tener su cuota de importancia mediática, por más que muchos otros estadounidenses más razonables y cultivados lo considerasen poco menos que un lunático. Su palabra tenía un considerable peso, así que el mayor telepredicador del país llegó a convertirse casi en un poder fáctico que emitía sus opiniones al margen de partidos, al margen de cabeceras editoriales y al margen de empresas de comunicación. Jesucristo era su única empresa. Muchos creían ciegamente en él y en su visión puritana del mundo, y emergencias apocalípticas como la repentina eclosión del SIDA —enfermedad que en un principio causó un enorme grado de confusión y terror— parecían darle la razón a Swaggart: ¡el pecado y la lujuria iban a acabar con la sociedad!

“Me asombra, y no puedo mirar más de diez segundos seguidos a estos políticos dándole vueltas a este asunto, estoy intentando encontrarle un nombre… esa absolutamente idiótica estupidez de que haya hombres casándose con hombres (…) Nunca he visto un hombre con el que me quisiera casar. Y voy a ser simple y directo: si algún hombre me mira alguna vez en ese plan, voy a matarlo y le diré a Dios que simplemente se ha muerto él solo”.

El enorme éxito televisivo, por descontado, multiplicó todavía más sus ganancias. Vivía en una lujosa casa rodeada de amplios espacios verdes, poseía una colección de automóviles caros y un avión privado con el que se desplazaba a todas partes. Su riqueza no era un secreto para nadie, pero en sus espectáculos continuaba siendo el mismo Jimmy Swaggart de siempre, con el mismo mensaje de siempre, y su actitud combativa no había disminuido… así que aquellos que le seguían tenían una completa fe en él y consideraban que todo aquel dinero era la recompensa divina a su labor evangelizadora. De todos modos, la riqueza no era nada nuevo para Swaggart, que llevaba siendo un hombre muy adinerado desde los años sesenta, cuando había empezado a vender grandes cantidades de discos como estrella del gospel sureño. Y aun así no se había apartado de su camino, no se había ido a Nashville a perseguir una carrera musical ni había empezado a adoptar posturas más convencionales y burguesas. Jimmy Swaggart podía aparecer en un estadio ante miles de personas y tenerlas completamente rendidas ante sí, al igual que cuando comenzaba en los púlpitos de pueblo,  porque en realidad no había cambiado un ápice. En sus mejores momentos, cuando se dejaba llevar, su oratoria era sencillamente espectacular y resultaba difícil apartar la mirada de él.

Pero con todo aquel poder espiritual y toda aquella influencia mediática vino la semilla de su debacle. Su ambición se disparó a límites imprudentes. No le bastaba con ingresar centenares de millones de dólares, no le bastaba con haberse convertido en uno de los individuos más famosos de América. Estaba convencido de ser un Elegido y quería reinar en solitario en las Asambleas de Dios. Le molestaba tener rivales.

 

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Jim Bakker y su esposa llevaban una vida de grandes lujos financiada con estafas a sus feligreses. Mientras, él retozaba con sus seguidoras más agraciadas.

Porque Swaggart no era el único telepredicador relevante de aquella organización que controlaba el cotarro evangélico estadounidense. Otros grandes nombres de las Asambleas de Dios como Jim Bakker o Marvin Gorman también contaban con muchos miles de fieles y estaban amasando grandes fortunas a la mayor gloria de Dios. Aunque Swaggart era el primus inter pares, con mucho el más exitoso e influyente de todos ellos, no podía evitar sentir que le estaban robando cuota de mercado. Aguardaba ansiosamente el momento de deshacerse de ellos. Cuando algunos escándalos personales sacudieron a sus rivales, Swaggart cometió el error de intentar aprovechar la situación para darles caza. Hasta entonces sus ataques habían tenido como objetivo la corrupción moral de América, reflejada en colectivos e instituciones a las que podía censurar sin demasiadas consecuencias… pero lanzarse al cuello de otros grandes predicadores de su congregación era otra cosa. Quería presentarse a sí mismo como el único líder inmaculado de las Asambleas de Dios, pero aquello sirvió para que sus defenestrados rivales le hiciesen —y nunca mejor dicho— la “cruz”. Estaba a punto de desatarse una guerra mafiosa entre los principales pastores de la congregación; las Asambleas de Dios iban a transformarse en el escenario de un despiadado y rocambolesco intercambio de puñaladas.

Jim Bakker era su principal competidor dentro de las Asambleas. También se había convertido en una estrella de la pequeña pantalla gracias a su propio programa de evangelización y había creado una asociación para sus seguidores —el club Alabemos al Señor— que le proporcionaba unas pingües ganancias extra gracias a las cuotas que pagaban sus decenas de miles de socios. Bakker era propietario de seis mansiones señoriales y de una flota de automóviles de lujo. Aunque también Swaggart era millonario y tenía posesiones acorde a su estatus económico, sabía llevar su riqueza con más elegancia de cara al público y muy especialmente de cara a sus seguidores evangélicos. Seguía comportándose como el tipo campechano de pueblo que había sido siempre.  Por contra, Bakker y su esposa vivían una existencia de babilónico derroche sin disimulo alguno, lo cual de paso ayudó a despertar el interés por el origen de sus ingresos. Pronto se descubrió que la codicia de Jim Bakker le impedía controlarse y que no se contentaba con lo mucho que podía ingresar mediante cauces legales, porque quería gastar aún más. Bakker fue finalmente cazado por un periódico que destapó una estafa relacionada con la venta de “membresías vitalicias” para el club Alabemos al Señor. Estos carnés especiales de socio vitalicio costaban mil dólares por cabeza e incluían una estancia de tres días en un hotel de lujo. Bakker había vendido muchos miles de aquellos carnés, lo que le había supuesto un ingreso de decenas de millones de dólares. Sin embargo, apenas un puñado de compradores había podido disfrutar del fin de semana evangélico en un hotel, mientras que la mayoría habían pagado el dinero pero se habían quedado sin el regalo prometido. Cuando la prensa aireó este timo, surgieron otros chanchullos: Bakker también se había apropiado indebidamente de dinero perteneciente a la congregación, con lo que se organizó un considerable revuelo a nivel nacional. El showestaba servido, pero aún había más: quedaban protagonistas por pisar el escenario que también querían su parte. Una antigua secretaria de la congregación, llamada Jessica Hahn, acusó a Jim Bakker de haberla drogado para someterla a abusos sexuales varios años atrás, cuando ella tenía veintiuno. El predicador terminó admitiendo haber tenido relaciones con la chica, pero afirmó que dichas relaciones habían sido consentidas. Mientras tanto, Jessica Hahn rentabilizó el escándalo luciendo su voluptuoso cuerpo en la revista Playboy. Aquel escándalo era la ocasión que Jimmy Swaggart había estado esperando para deshacerse de Jim Bakker, era una oportunidad única para acercarse más a su objetivo de reinar en solitario en el mundillo evangélico. Ni corto ni perezoso, Swaggart acudió a los estudios de la CNN, más concretamente al programa de entrevistas de Larry King, donde despachó a su rival con una lapidaria sentencia: “Jim Bakker es un cáncer en el cuerpo de Cristo”. A efectos eclesiásticos, Bakker estaba oficialmente defenestrado. Swaggart 1, rivales 0.

Tampoco se anduvo con reparos a la hora de contribuir a la caída de a Marvin Gorman, otro de los más relevantes telepredicadores de las Asambleas de Dios. A Gorman, quien vendía una imagen de casto hombre de familia, se le descubrieron varios affaires sexuales extramaritales bastante turbios. Jimmy Swaggart tampoco pudo evitar aprovechar la situación y se encargó de airear públicamente los pecados carnales de su compañero de confesión, para así contribuir a limpiar la congregación. Marvin Gorman tuvo que abandonar las Asambleas de Dios a causa de su irrefrenable lujuria. Swaggart 2, rivales 0.

 

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Los escándalos sexuales defenestraron al pastor Marvin Gorman, ante el regocijo de Jimmy Swaggart, deseoso de quitarse rivales de en medio.

De esta especie de “guerra de los trapos sucios” entre algunos de los más importantes ministros cristianos del país, aparentemente Swaggart había salido como gran triunfador. Una vez más, él era el auténtico siervo de Dios, el que —utilizando la imagen bíblica— había puesto el dedo en la llaga, señalando los pecados ajenos. Su fogosa intervención en los escándalos de Bakker y Gorman no hubiese resultado necesaria para defenestrarlos, ya que esos predicadores habrían sucumbido igualmente a causa del escándalo que ellos mismos habían incubado en sus vidas personales. Pero habiéndose convertido en el gran guardián de la moral, Swaggart no podía guardar silencio sin parecer condescendiente así que le había sacado todo el jugo a la situación. ¿Cuál era el problema? Pues que Swaggart no pensó en que las guerras se sabe cómo y cuándo empiezan, pero no se sabe cómo y cuándo terminan. Se había creado agrios enemigos y estos no estaban dispuestos a sentarse con los brazos cruzados para ver cómo el carismático Jimmy se quedaba con todo el pastel.

Pero Jimmy Swaggart se creía intocable. Era la figura religiosa más relevante del país, miles de seguidores lo veneraban en sus apariciones públicas y varios millones más escuchaban atentamente cada una de las palabras que pronunciaba en la pequeña pantalla, dispuestos a seguir sus enseñanzas a pies juntillas. La creencia en su propia invulnerabilidad es lo único que podría explicar el por qué en mitad de semejante vorágine de escándalos actuó como lo hizo. Habiendo sido uno de los más elocuentes acusadores en el juicio público que había terminado con el prestigio eclesiástico de sus colegas, quizá llegó a pensar que él mismo se había convertido en un juez no sometido a escrutinio. Sea como fuere, se equivocó. Sí estaba sometido a escrutinio. No podía hacer lo que le viniese en gana. Le estarían vigilando.

Dentro de la congregación habían circulado algunos rumores sobre supuestas correrías extramaritales de Swaggart, pero nunca habían pasado de ser exactamente eso: habladurías. Nadie se había molestado en averiguar si era cierto y aquel rumor nunca había trascendido de unos círculos reducidos, donde apenas se mencionaba. Sin embargo, para desgracia de Swaggart, el defenestrado Marvin Gorman había estado en esos círculos reducidos. Deseoso de venganza, Gorman organizó un dispositivo de vigilancia para averiguar si había algo de cierto en  torno a aquellos trapos sucios, si había manchas en la vida privada del intocable e inmaculado Jimmy Swaggart, si aquellas habladurías eran reales. Ya que Gorman había caído al fango, estaba dispuesto a arrastrar a Swaggart con él. Y pronto obtuvo lo que necesitaba: mediante una estrecha vigilancia, pudo fotografiar a Swaggart entrando y saliendo de la habitación de un motel en donde había citado a una prostituta local de poca monta llamada Debra Murphree. Mientras Swaggart pasaba el rato con la mujer, Marvin Gorman y algunos cómplices deshincharon las ruedas de su automóvil, así consiguieron retratarlo con más tranquilidad a la salida del encuentro.

Jimmy Swaggart había sido pillado in fraganti. El mayor defensor de la moral en América había estado retozando con una vulgar mujer de la calle: encerrado en la habitación de un motel barato con una prostituta de poca monta, ni siquiera tenía la posibilidad de presentar aquel asunto como un desliz involuntario, como hubiese sido el producto de un calentón repentino que lo hubiese arrojado a los brazos de alguna feligresa. No. Por decirlo llanamente: el mayor defensor del puritanismo en América se había “ido de putas”. El país estaba a punto de ser sacudido por un nuevo escándalo evangélico.

“Hace tres mil años, Dios le dijo a David: “Has hecho esto en secreto, pero yo hago lo que hago abiertamente, ante todo Israel”. Mi pecado fue cometido en secreto, y Dios me ha dicho “yo hago lo que hago ante el mundo entero”. Loado sea el nombre del Señor. (…) He pecado contra ti, Señor. Y te pido que tu preciosa sangre lave y limpie cada mancha, hasta que gracias al perdón de Dios no sean recordadas contra mí nunca más. (…) El pecado del que os hablo es pasado, no es el presente. Sé que muchos se estarán preguntando: ¿Por qué? ¿Por qué? Yo mismo me lo he preguntado miles de veces, mientras vertía miles de lágrimas. Quizá Jimmy Swaggart ha intentado vivir toda su vida pensando que no era humano, y he pensado que junto al Seño, yo era omnipotente y omnisciente, que no había nada que yo no pudiera hacer. Y creo que esta es la razón, junto a mi limitado conocimiento, de que no encontrase la victoria que estaba buscando. Porque no busqué la ayuda de mis hermanos y mis hermanas en el Señor”.

 

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Jessica Hahn (izquierda) y Debra Murphee (derecha) hicieron negocio vendiendo las vergüenzas privadas de los telepredicadores de moda.

Cuando el asunto saltó a las portadas de los periódicos y a los noticiarios, el terremoto mediático dejó pequeño todo lo anteriormente sucedido con los demás pastores evangélicos. Jimmy Swaggart, como decíamos, era el telepredicador por excelencia en el momento más álgido de la edad dorada de los telepredicadores. Era el más famoso, el más seguido, el más influyente… y ahora había quedado en completa evidencia ante todo el mundo. Había sido sorprendido dejándose arrastrar por esa misma lujuria que tantos años llevaba denostando airadamente; esa misma lujuria que según él estaba descomponiendo la sociedad. El tsunami de la noticia recorrió la nación de una punta a otra y pronto se extendería por el resto del planeta. Aquel 21 de febrero del año 1988, un balbuceante Jimmy Swaggart se plantó antes las cámaras y reconoció públicamente haber “pecado contra el Señor”, ante su esposa sentada en las gradas y ante un numeroso público formado por miembros escogidos de su congregación que aplaudieron —inútilmente y por momentos con poco entusiasmo— su “sincera” confesión. Era una última jugada a la desesperada para intentar poner un parche al desastre… pero no funcionó. Para quienes nunca habían creído en Swaggart, su teatral disculpa fue un motivo más de sonrojo a añadir a los cientos de exabruptos fundamentalistas de sus años recientes y la esperada ocasión para deshacerse de él. Siempre había sido muy hábil a la hora de manejar a los fieles, pero pronto quedó claro que interpretar un llanto convincente no era su fuerte y su lloriqueo se convirtió en motivo de mofa más que de conmiseración. Y para sus fieles aquello supuso un verdadero shock. Su inmaculado héroe era un pecador como otro cualquiera, un individuo vulgar capaz de contratar prostitutas a escondidas mientras señalaba las faltas de todos los demás seres humanos. Como decíamos, el numerito organizado por Swaggart para confesarse fue tan impactante que las imágenes de su llanto pasearon por los noticiarios de todo el planeta, incluida España.

Vídeo de la confesión pública de Jimmy Swaggart, archivo de ABC News. Breve, pero como dirían los estadounidenses: awkward enough.

Debra Murphee no tardó en vender la historia a la revista Penthouse y a todo aquel que quisiera ofrecerle un puñado de dólares a cambio de airear las vergüenzas del hasta entonces todopoderoso rey de los telepredicadores. Las Asambleas de Dios reaccionaron, en principio, aplicándole a Swaggart el castigo habitual para deslices extramaritales: una suspensión temporal de su licencia como evangelizador. Pero dada la magnitud del escándalo y la sangría de acólitos que el asunto estaba provocando, decidieron retirarle definitivamente aquella licencia con la excusa de que no veían a Swaggart demasiado arrepentido por sus pecados. Él, al parecer, decidió darles la razón… puesto que en 1991 fue nuevamente sorprendido con otra prostituta. El caso Swaggart fue un golpe durísimo para las Asambleas: las escuelas evangélicas de la congregación se estaban vaciando de alumnos y muchísimos miembros de esta iglesia decidieron marcharse ahora que el rostro más reconocible de la misma había sido mancillado para siempre.

Por descontado, el enorme imperio mediático de Jimmy Swaggart se vino abajo rápidamente. Toda su influencia sobre millones de telespectadores se esfumó en un abrir y cerrar de ojos. Llevaba tantos años ejerciendo como implacable justiciero de la moral que el público decidió ser igual de implacable con él. Su figura imponente ya no causaba respeto —un respeto más bien consistente en el miedo a ser “señalado” por su dedo acusador— sino que pasó a convertirse en parte de la crónica tragicómica del extremismo religioso más teatral y esperpéntico.

Han pasado ya veinticinco años desde la debacle de Jimmy Swaggart, pero él no ha abandonado su ministerio. Lógicamente ya no cuenta con millones de espectadores y hoy en día casi nadie se lo toma en serio: su figura se ha convertido en sinónimo de hipocresía. Pero ha seguido evangelizando, organizando espectaculares encuentros cristianos y cantando y tocando el piano, lo cual no ha dejado de dársele bien. Nunca pudo recuperar su antiguo estatus mediático, desde luego, pero ahí sigue. Todavía tiene seguidores. Continúa siendo millonario y continúa viviendo en una lujosa mansión sureña, mientras cuida una fortuna repartida en inversiones de todo tipo y saca provecho de la exención de impuestos que se aplica a las actividades religiosas. Incluso ha retornado a la televisión —con menos éxito, eso sí— y sus prédicas, en ocasiones, todavía pueden resultar eléctricas. Hay veces en que incluso el más furibundo de los ateos tendrá que admitir que Jimmy Swaggart posee un tremendo carisma, como Elmer Gantry, aquel predicador que interpretaba magistralmente Burt Lancaster. Jimmy Swaggart es un hipócrita, pero el carisma de un individuo poco tiene que ver con su calidad como persona y el peligro de algunos iluminados religiosos reside precisamente en ese magnetismo. Recordando un viejo refrán: mala hierba nunca muere. Ahí sigue. Grande, imponente, con buena salud… aunque probablemente Dios lo haya borrado de su lista de favoritos. En todo caso, hay que admitir que todavía hace buena música. Algo es algo.

 

“El ministro que predica la Palabra es realmente la piedra de toque con la que una nación mide su altura moral”. (Jimmy Swaggart)

 

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Escrito por Contralobos

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